Quince días después el escenario es otro, y es la hora de la información práctica. Ahora tenemos todo el tiempo del mundo para enviar y recibir mensajes, consejos, ánimos, memes. Estamos hiperconectados. Hemos entrado en la fase Coronavirus 2.0.
La mortalidad del virus, concentrada en los pacientes de riesgo, hace que ahora las medidas deban aplicarse de manera tajante para evitar situaciones innecesarias. Obviamente el aislamiento no busca un efecto curativo sino temporizador para permitir una mejor gestión del problema. Aspirar a que las personas de riesgo reciban una asistencia eficaz reduciría el peligro ante las complicaciones y haría disminuir la mortalidad.
En general, nos sabemos la teoría y entendemos las razones. La solución es muy sencilla. Y el encontrarnos en esta situación novedosa desplaza las prioridades hasta el punto de encontrarnos también con mentalidades de riesgo. Espoleados por un bombardeo informativo multiplicador de ansiedades desde hace más de un mes, se ha desarrollado una histeria colectiva visualizada en fenómenos como el del papel higiénico. Ninguna previsión distópica ni ninguna película de desastres había imaginado esta misteriosa paranoia social cuyo período de incubación debe buscarse en la fase pre-virus. A pesar de que ahora se nos certifica una garantía total en el abastecimiento regular de alimentos y productos básicos, ciertas aprensiones subconscientes adquiridas en fases previas son difíciles de extirpar y se desatan donde menos se las espera.
En la fase de reclusión que vivimos ahora, además de un estilo de información monotemática que se pretende hiperealista en los informativos, se oficializa el uso de las redes sociales como modo interactivo, social, informativo y bulo-bulímico de comunicación total con la sociedad y el mundo en su globalidad. Los vídeos de la gente aplaudiendo a los sanitarios y viceversa nos animan, transmitiéndonos un calor inusitado, y nos reconcilian con la especie humana más allá de las ideologías. Esto nos lleva a reconsiderar la labor de los servicios públicos, la solidaridad de los ciudadanos de a pie, y la estupidez puntual de los que ponen en riesgo a los demás.
La vida se divide entre las personas al servicio del otro y las personas al servicio de sí mismas. Y, en este punto, una parte de la clase política está fallando por su falta de empatía ante el problema desde el minuto 0. Hay quien opina que se podría haber hecho más y más rápido, así en seco, y que todo lo que está sucediendo ahora es culpa del gobierno. Supongo que se refieren a España y no al resto de los países del mundo. Están nerviosos. El confinamiento irrita. Cierto es que siempre es posible hacerlo mejor, sobre todo a toro pasado, por eso ciertas figuras ultraconocidas se han entregado a la crítica desmedida cargando las tintas en el politiqueo destructivo ahora que la sociedad necesita tener confianza para mirar hacia adelante y seguir las instrucciones con convencimiento.
Personalmente, yo esperaba más civismo por parte de políticos que con síntomas se han frotado a las masas sin recato, de los que se han ido a Marbella a pesar de las recomendaciones o de los que a día de hoy se pasean por el congreso, sonrisa sobrada en ristre.
Tampoco creo que sean buenos tiempos para Narciso, aquel que sucumbió enamorado de su propia imagen. Se deja querer en cualquier circunstancia, incluso infectado, y tuitea vídeos a lo Rambo para que podamos apreciar cómo se porta la raza con el virus extranjero. Tampoco tienen mucha vista los que alardean de haberse hecho el test del COVID-19 en un laboratorio privado mientras los servicios públicos se están dejando la piel y el pueblo los está aplaudiendo.
Y muy turbios parecen los escándalos de la casa real con billetes negros hasta en la sopa, y renuncias ejemplares impracticables. El raudo rey que bajó el pulgar ante Cataluña se ha mantenido al margen durante semanas, agazapado frente a la corrupción que acecha su sangre azul más que cualquier otro virus. Es curioso que los que critican la lentitud del gobierno no se hayan percatado de que en los grandes momentos los Borbones suelen tardar bastante en solidarizarse con el temor real de los españoles. Y de que nuestra unidad efectiva no depende de ningún rey ni, muchas veces, de nuestra clase política.
Covadonga Suárez