Los campos de concentración del siglo XXI están dedicados a albergar animales y se llaman macrogranjas.
A día de hoy está sobradamente demostrado el impacto medioambiental de estas explotaciones. Por un lado están las emisiones de metano y amoníaco, y por otro, la contaminación del agua, que hace que las Zonas Vulnerables por Nitratos (ZVN) lleguen a ocupar el 24% de la superficie total de España. A cambio, muy pocos puestos de trabajo para esos pequeños núcleos de población cuyo entorno se ve degradado.
Las protestas ciudadanas a nivel local no son suficientes para dar a conocer la situación y propiciar la difusión del problema. La España vacía o desolada no es Madrid, claro. Sin embargo, estamos ante un problema de máximo interés social si lo enfocamos bajo otro aspecto. El del maltrato animal.
Este tema, como todo en la vida, depende de la publicidad, la difusión y la propaganda. Pero no sólo, también de la cultura, las costumbres, y del propio bienestar del individuo. Debemos ser conscientes de que si el tema no alcanza la difusión necesaria es porque las macrogranjas afectan directamente a un porcentaje muy bajo de la población, es decir, a aquellos que viven en las zonas contaminadas. Luego, en cuestión de alimentación, parece ser que sólo un 2,2% de la población española sería vegana o vegetariana y un 10,8% apostaría por una dieta principalmente vegetal1 . Con lo cual, para el 87% de la población restante matar animales para comer sería una operación no sólo natural sino imprescindible. En resumen, atendiendo a criterios puramente alimenticios, sólo un 13% se estaría preguntando en este preciso instante si otra vida es posible.
Pero si profundizamos un poco más, y entramos en la cuestión de la tortura que sufren estos animales hacinados en unas condiciones deplorables2 , vemos que la responsabilidad ciudadana frente a este maltrato animal no existe socialmente, que a muy pocos de esa gran mayoría carnívora se les ocurre imaginarse su propio estómago como remótamente reponsable de un sufrimiento animal a gran escala.
Entonces cabe preguntarse si la invisibilidad del problema no viene de una ceguera social y estructural en nuestro modo de entender el mundo que comprime cualquier posibilidad de reconsiderar la situación : el hombre como dominador de las demás especies, el grande que se come al pequeño y el dolor inevitable por naturaleza de la cruda ley del más fuerte. Parece que no tengamos cabeza para más, pongamos como ejemplo a Pedro Sánchez haciendo apología del chuletón para no poner en tela de juicio la existencia de las macrogranjas, como si fuera incompatible lo uno con lo otro. Así, si nos hablan de explotación y exterminación despiadada pensamos en los indios de América, y si nos hablan de tortura animal pensamos en la tauromaquia.
El consumo de carne cuenta con el consenso ideológico de la mayoría, la falta de conflicto políticosocial hace que las macrogranjas no tenga ningún tipo de influencia directa en la vida del ciudadano y que el « cómo » no interese lo suficiente para ser difundido en los medios de manera consecuente salvo en contadas excepciones periodísticas.
Por eso, voy a proponer un ejercicio comparativo que exige una preparación previa. Es dificil enfriarse la cabeza, vaciándose de toda viviencia o prejuicio sociocultural, pero lo vamos a intentar. Y una vez relajados, establecer una comparación entre toros y macrogranjas, preguntarnos si la cultura de la muerte al fin y al cabo no depende de nosotros mismos. Si no es por eso que algunos ven arte en el toreo, en su belleza plástica, en el baile improbable de un hombre con un toro, y hay quien ve la puesta en escena de la muerte de un animal. Si entendemos esto, tendríamos que estar todos de acuerdo en definir la atrocidad de las macrogranjas como la expresión gratuita de una sociedad consumista y egoista que cierra los ojos. Concluir que si no salimos a la calle a protestar, todos, en tropel, es porque el ser humano por regla general privilegia su bienestar ante el sufrimiento de un animal. Como decir sí o no al toreo responde, en gran medida, a nuestro bienestar ideológico, social,y cultural.
Covadonga Suárez