Francia es un país fascinante. Es un hecho que a pesar de la inquina rival entre vecinos, siempre ha sido el ejemplo cercano hacia el que vuelve los ojos España, para seguir la estela de las libertades individuales y sociales. Siempre por delante en revoluciones, ha sido siglo tras siglo referente e inspiración cultural en literatura, pintura, cine, etc. Sin embargo, algunos de los cambios estructurales impulsados por los galos a lo largo de su historia han supuesto simplemente un nuevo molde para que un espíritu profundamente conservador, culturalmente identitario, haya hecho de Francia también una abanderada de la extrema derecha en Europa. Y es que esas fisuras, como las que poseen los grandes seductores, no se aprecian a primera vista.
En este momento, es noticia que por fin Francia tiene primer ministro. Pero sobre todo es noticia que el presidente Macron haya elegido a un candidato afin a su ideología. Lo que permite que el primer ministro no provenga del partido que ganó las elecciones legislativas es un defecto sistémico que otorga al presidente de la nación el poder de un soberano de los de antes, de esos cuyas cabezas rodaron en la revolución francesa. Porque, sí, gracias a De Gaulle el presidente francés tendría más poder en su hexágono que el presidente americano en sus Estados Unidos. Hasta el punto de poder elegir a dedo al premier ministro que le permita continuar haciendo su política de derechas. Su poder -otro más- para disolver la asamblea ha sido un falso acto de contricción en su huida hacia adelante.
La extrema derecha francesa recién aupada en Europa, marca desde la sombra la hoja de ruta a una democracia trompe-l’oeil, disminuida en las dos vueltas electorales que reducen las opciones representativas de lo que decide el pueblo. La tradición antifascista francesa -vapuleada a posteriori- ha servido para unir a las fuerzas políticas con el objetivo de frenar al RN de Marine Le Pen como el paso atrás de algunos candidatos progresistas ha servido para movilizar el voto de izquierdas – ambas iniciativas inimaginables en España, de hecho-. Escaldados, y temerosos, los electores franceses acataron las consignas de sus partidos para poner las libertades a buen recaudo enderezando el rumbo político en las urnas. Y habló la Francia progresista.
Pero eso fue todo. Macron ha sorteado la tradicional cohabitación presidente/primer ministro de diferente signo politico para llevar adelante su política sin sobresaltos, pero ha abierto una crisis institucional que le llevará a negociar con la extrema derecha en caso de que el NFP active la moción de censura contra el candidato elegido.
Este absolutismo republicano, profundamente antidemocrático, es la consecuencia de una forma de nostalgia subconsciente que la modernidad conceptual gala acepta sin demasiado cuestionamiento : la doctrina republicana y la historia francesa estarían en la base de esa fisuras estructurales en el país de las libertades.
Aunque a otro nivel, la contradicción sistémica a la que dan paso las grandes revoluciones también encuentra su paradigma en la religión y el rechazo social a la expresión pública de la fe católica. Sin embargo, el punto de partida fue la laicidad, que aspiraba a la tolerancia. La aceptación del culturalmente diferente, de la inmigración, del musulmán, exigía una puesta a punto del engranaje conservador tradicional francés, virar hacia los derechos humanos, borrar las aristas para una convivencia más igualitaria. La laicidad, que pretendía la libertad, la igualdad, y la fraternidad, muchas veces malentendida, ha sido a menudo sinónimo de ateísmo, y otras veces motivo de rechazo visceral hacia la religión francesa tradicional. De ahí que el cristianismo sea cada vez más residual en Francia y no así la religión musulmana.
Sea como fuere, esta laicidad poliédrica tiene hoy la categoría de religión del estado, con todo lo que tiene de dogma republicano. A nivel político, social, y educativo, las palabras laicidad y república son pronunciadas en numerosas alocuciones. Y los niños aprenden ya en la escuela el himno francés y los valores republicanos.
Así que en la práctica, ¿quién ha dicho que la monarquía y lo sagrado han desertado para siempre del país de las Luces? Hoy un estado muestra las fisuras que, ensachadas por el poder de las élites, son la expresión de un un conservadurismo dogmático latente que se acomoda a los cambios mientras estrecha con más fuerza las riendas de la nación.
Lo bueno es que Francia nunca duerme.
Covadonga Suárez
"Este absolutismo republicano de Macron, profundamente antidemocrático, es la consecuencia de una forma de nostalgia subconsciente que la modernidad conceptual gala acepta sin demasiado cuestionamiento." Share on X