Este episodio se cuenta empezando por el final. El epílogo sería el reciente alarde de transparencia el 27 de mayo por parte de la Casa Real donde, entre otras cuestiones, se ha comunicado el listado de regalos recibidos, olvidando hablar, por ejemplo, del avión que trajo fugazmente al emérito de regreso a España. Sin embargo, la iniciativa ha dejado boquiabierto al pabellón monárquico, cuya fe ciega solo puede ser producto de una inocencia incompatible con las rudezas de la defensa de la patria. Aquí hay mucho tema que no cuadra.
Pero si ya eran tiempos duros para la meritocracia, ahora llega la emeritogracia : el derecho de pernada de los tiempos modernos. El final del primer capítulo de la nueva temporada tiene lugar en la Zarzuela. Los más felipistas han calificado de « tenso » un encuentro de 11 horas entre Felipe VI y su padre, de las que 9 fueron dedicadas a la familia, comida y chupitos. La supuesta tensión sería la prueba irrefutable de que el rey se hubiera puesto en su sitio y hubiera leído la cartilla al emérito. Pero el comunicado de la Casa Real es el que es : han hablado « sobre distintos acontecimientos y sus consecuencias en la sociedad española ». De haber sido un encuentro agitado el texto no habría mencionado el deseo, por parte del rey Juan Carlos, de privacidad « tanto en sus visitas como si en el futuro volviera a residir en España », dejando claro que tiene absoluta libertad para ir y venir y/o quedarse. No, señores, el Rey no ha metido a su padre en vereda, le ha dado carta blanca y le ha pedido discreción. Simplemente, le ha recordado que en esta época hiperconectada el emérito deberá controlarse para que España no cobre visos inmediatos de picadero real, de tanto chulear al pueblo en directo.
«¿Explicaciones ? ¿De qué ? Jo, jo, jo » (risa de choteo incluida). Pues eso. Discreción para no tener que explicarse. En eso están muy de acuerdo padre e hijo. Un rey no da explicaciones. Por eso mismo se fue hace dos años. No lo echamos. No lo echó su hijo. No lo echó nadie. No se sacrificó por la monarquía. Tampoco se fugó. Simplemente se fue. Se fue para no comerse el marrón, que para eso es rey y tiene pasta, y de ahí su viaje de ida a lo carpe diem. Juan Carlos I se fue como lo hubiera soñado cualquier modernista. Partió a una tierra exótica para aislarse, evadirse en el tiempo y en el espacio, como el dandy se encierra en su torre de marfil, muy muy lejos de los ruidos de aquí abajo.
Lo del emérito tampoco es una simple cuestión de inviolabilidad. No es que el rey sea inviolable. Es que el pueblo no es libre. Si lo fuera podría exigir justicia y la justicia haría el resto. Pero la justicia le pertenece, como la democracia que, parece ser, trajo. Esa democracia soldada con el bipartidismo y la corona en el forjado de sus estructuras.
La democracia le pertenece como le pertenece el Ejecutivo. El rey no gobierna, qué gran verdad. No lo necesita. Ese gobierno que nosotros elegimos en las urnas y que lleva incorporada la fórmula «monarquía en mano», gobierna para proteger una idea de España y tumbar toda iniciativa de investigación hacia su persona.
Al final, si algo ha caracterizado el viaje a España del emérito es su despreocupación, únicamente interrumpida por el fastidio de tener que escuchar preguntas tontas.
Otra vez se quedaron los españolitos, como niños enfurruñados, infantilizados por el gran señor feudal del territorio que pisamos. Aunque no todos torcieron el gesto, porque, si bien no llegó el entusiasmo hasta el punto de que se estrellaran sostenes en el parabrisas del coche de su amigo Pedro Campos, como vaticinaban ciertos informadores, ganas no le faltaron a alguno de lanzarle algún calzoncillo slip de las fuerzas armadas aprovechando que iba a poner a Galicia en el mapa.
«No tengo trono ni reina/ Ni nadie que me comprenda/ Pero sigo siendo el rey».
En unos días el siguiente episodio.
Covadonga Suárez
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